Gozo, paz, celebración, adoración, armonía, y unidad, son algunas de las palabras más utilizadas durante estas fechas decembrinas. Cuando hablamos de la navidad, no son muchas las personas que pensarán de inmediato en la palabra: humillación.
Sin embargo, esta navidad quizá pueda ser distinta. Dios nos ha dado un año diferente, con condiciones distintas, donde si bien habrá quizás regalos, cenas, y familia, las circunstancias son ideales para detenernos y meditar en cuestiones más básicas, pero también más profundas sobre la navidad. Por tanto, mi propósito hoy es recordar que la navidad nos recuerda la humillación de Cristo.
Cuando escuchamos el término humillación en referencia a Cristo es posible que nos sintamos incómodos. ¿Cómo puede ser que Dios se haya humillado? ¡Para nada! ¡La Biblia dice que Él es digno de toda honra y gloria!
Aunque es cierto que la Palabra nos habla de Cristo como el Cordero Exaltado, no debemos pasar por alto una realidad igual de importante. Antes de su exaltación vino su humillación. Y contrario a lo que se piensa, su humillación no es sólo su muerte en la cruz. A través de la historia, se ha entendido el estado de humillación de Cristo como todo el período de tiempo desde su nacimiento hasta su sepultura (CmW. P&R 27).[1]
En estas fechas cuando todo parece ser celebración, e incluso, en algunos hogares no cristianos, excesos, la verdad sobre la humillación de Cristo da un toque de seriedad y sobriedad a la festividad. Esta sobriedad, lejos de echar a perder la fiesta, es un ingrediente primordial. Sin el entendimiento de lo que Dios estaba haciendo en Cristo al momento de su nacimiento, es poco probable que podamos entender la dimensión de la alegría que la navidad, se supone, debe recordar.
Entonces, ¿qué sucedió aquel día en Belén?
El Señor había dispuesto desde la eternidad un plan. A pesar de la maldad del hombre, Él habría de vestir nuestra vergüenza de pecado con las obras de justicia del Mesías. El pueblo de Dios necesitaba un sacerdote. Pero no un sacerdote que año tras año tuviera que practicar sacrificios insuficientes para quitar el pecado del pueblo. Necesitábamos un sacerdote que ofreciera un sacrificio eficaz, una vez y para siempre (Heb. 10:14). El pueblo de Dios necesitaba un rey. Pero no un rey pasajero e imperfecto que se dejara guiar por sus pasiones. Necesitábamos a un rey perfecto, uno que diera su vida por los suyos y fuera rey eternamente (Sal. 89:3-4). El Pueblo de Dios necesitaba un profeta. Pero no uno que anunciara de forma parcial lo que el Señor tenía para nosotros. Necesitábamos un profeta que mostrara completamente a Dios el Padre a través de Él (Jn. 14:9; Col. 1:15).
Necesitábamos que nuestro redentor fuera el perfecto sacerdote, profeta y rey. Más aún, este redentor debía ser verdaderamente Dios, para que su infinito valor pudiera satisfacer la infinita deuda por nuestro pecado. Pero esto no era todo. Este redentor debía ser también verdaderamente hombre, para que pudiera representar de forma justa a la humanidad.
Dios Hijo, la segunda persona de la Trinidad, aquél que es coeterno con el Padre y el Espíritu, igual en gloria y de la misma sustancia, en un acto de tremenda humildad, toma la naturaleza de hombre. A esto se le llama: encarnación. Dios se hizo hombre. Esta paradoja ha dejado perplejos a muchas personas por siglos. ¿Cómo es que el Todopoderoso Dios, aquél que existe fuera del tiempo, aquél que es sin límites, decide unir su naturaleza divina a una naturaleza humana limitada, frágil, dentro del tiempo y la historia en una sola persona? ¿Qué lo llevó, además, a nacer en un lugar para animales, un pesebre? ¿Qué llevó a nuestro Dios a tal acción?
He aquí la pregunta, aquella que nadie ha podido contestar: ¿Qué llevó a Dios a amar a su pueblo de tal modo que Él habría de humillarse tanto para redimirlo? He aquí el milagro: Dios nos amó. Sin merecerlo, nos amó. Contra todo pronóstico, nos amó. Y nos amó de tal modo, que se encarnó en Jesús. Este era tan solo el comienzo de la historia. Y fue precisamente en este comienzo, aún en su humillación, que una multitud de ángeles cantaron acerca de su gloria:
“Gloria a Dios en las alturas,
y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace.”
Lucas 2:14 LBLA
Esta humillación de nacer como hombre, lo llevaría a crecer como hombre, a ser desechado y despreciado, a cargar nuestro pecado (Is. 53:3-9), y a clavarlo en una cruz (Sal. 22:1-18). Así como Dios se mostró aquel día complacencia en los hombres (Luc. 2:14), también Cristo fue su especial complacencia (Mr. 1:11). Y así como la historia de la humillación comenzó con cánticos de gloria en el nacimiento de Cristo, nosotros ahora cantamos de la gloria no sólo de su nacimiento, sino de su muerte y resurrección (Fil. 2:5-11).
Esta navidad, por tanto, recordamos que Dios se humilló, se hizo hombre, lo hizo por amor, lo hizo por su pueblo. Esta navidad recordamos, que, en esta humillación de la encarnación, los ángeles le dieron gloria, y al resucitar de entre los muertos, el Padre le glorificó. Nosotros hoy, recordando esta gloria, esperamos el día en que Él vuelva, y toda la creación al unísono doble rodilla, y reconozca que Jesucristo es el Señor. Éste es el evangelio. Y éste es el mejor regalo que podemos brindar, y el único motivo para celebrar esta navidad.
[1] Catecismo Menor de Westminster. Pregunta y Respuesta 27. (P. 27. ¿En qué consistió la humillación de Cristo? R. La humillación de Cristo consistió en haber nacido, y esto, en una baja condición sujeto a la ley sufriendo las miserias de esta vida. La ira de Dios y la muerte maldita de la Cruz: en haber sido sepultado y en haber permanecido bajo el dominio de la muerte por algún tiempo. [Luc. 2:7; 2 Cor. 8:9; Gál. 4:4; Gál. 4:4; Is. 53:3; Luc. 9:58; Jn. 4:6; Jn. 11:35; Heb. 2:18; Sal. 22:1; Mat. 27:46; Is. 53:10; 1 Jn. 2:2; Gál. 3:13; Fil. 2:8; Mat. 12:40; 1 Cor. 15:3–4.])