No recuerdo mucho haber apreciado la autoridad durante mi niñez o mi temprana juventud. No. Más bien, la detestaba.
Ciertamente, como niño, si me hubieran preguntado, jamás hubiera tomado ninguna de esas desagradables y amargas medicinas que me daba mi mamá. Pero, por alguna razón, al ver la vara de la corrección en mano, de momento, incrementaba mi deseo de someterme a la autoridad de mi madre, y tomar ese medicamento. Este es un ejemplo del amor que Dios muestra al poner estas autoridades en nuestras vidas. Esta autoridad estaba puesta por Dios no tanto para prohibirme salir a jugar cuando estaba enfermo, para castigarme cuando sacaba malas notas por no esforzarme, o para regañar cuando no había orden en mi cuarto.
La autoridad que Dios puso en mi vida a través de mis padres, fue para criar a un varón que, con el tiempo, apreciaría los esfuerzos y cuidados hacia un hijo en medio de la enfermedad, para enseñarme la importancia de la diligencia y la responsabilidad, y la necesidad del orden. Las autoridades siempre tienen un propósito divino. Sin embargo, toda autoridad que podamos traer a la mente, al provenir de la mente humana, inevitablemente nos fallará. ¿Por qué? Pecado.
Cada ser humano en esta vida, desde el más pequeño hasta el más grande, nace con un problema de raíz. Esta es quizá la enseñanza bíblica que menos defensa requiera, pues es evidente a lo largo y ancho de la historia de la humanidad: todos somos pecadores (Romanos 3:10-18; Romanos 3:23). Si no podemos confiar en nadie para que sea nuestra autoridad, caemos una práctica que a la larga, resulta ser peor. Naturalmente, cada quién opta por ser autoridad para sí mismo. Esta sería una buena solución para no ser engañados por el pecado de otros, sin embargo, nuestro corazón también es engañoso (Jeremías 17:9-10). Confiar en nuestros sentimientos, deseos o experiencias nunca es la mejor opción.
Estoy seguro que Adolf Hitler hizo caso al consejo “sigue tu corazón”, y (con el debido respeto que se merece la figura papal) al no intervenir de una manera más enérgica cuando existían figuras del clero involucrados en el Tercer Reich, el Papa Pío XII siguió el consejo de “haz lo que mejor te parezca, mientras tu no le hagas daño a nadie…”¿Acaso no absolutamente todos hemos tomado decisiones de las cuales nos arrepentimos? ¿Acaso no todos, en una y otra ocasión, con mayores o menores consecuencias, hemos actuado mal contra otra persona? ¿Acaso no hemos sido egoístas en alguna ocasión? En un mundo donde cada quien se gobierna solo, el resultado es la anarquía.
¿Cómo, entonces, podemos vivir seguros en un mundo donde cada quién gobierna su propio corazón? ¿Existe alguna verdadera autoridad confiable a la cual podamos someternos voluntariamente? Si fuera así, esta autoridad tendría que ser perfecta, infalible, inerrante, y provenir de una mente que sea igual de perfecta, infalible e inerrante.
Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.
2 Timoteo 3:16-17
La Biblia dice de sí misma esto, que proviene de la mente de Dios. La palabra “inspirada” en el griego original (theopneustas) quiere decir respirada, o exhalada de Dios. Lo que el autor está diciendo en este texto es que la Biblia viene directamente del interior de Dios. Por esto es llamada Palabra de Dios.
Pero veamos, ¿qué más nos dice la Biblia sobre sí misma?
La ley del Señor es perfecta, que restaura el alma; el testimonio del Señor es seguro, que hace sabio al sencillo. Los preceptos del Señor son rectos, que alegran el corazón; el mandamiento del Señor es puro, que alumbra los ojos. El temor del Señor es limpio, que permanece para siempre; los juicios del Señor son verdaderos, todos ellos justos; deseables más que el oro; sí, más que mucho oro fino, más dulces que la miel y que el destilar del panal.
Salmos 19:7–10 LBLA
Tu palabra, SEÑOR, es eterna, y está firme en los cielos.
Salmos 119:87 NVI
No es coincidencia que las mismas características que Dios se atribuye como lo son Su perfección, Su rectitud, Su pureza, Su santidad (2 Timoteo 3:15 habla de las “Sagradas” Escrituras), Su eternidad, sean atribuidas al mismo tiempo a Su Palabra. La Biblia es realmente la única autoridad confiable, pues es la Palabra Revelada de Dios. Él literalmente nos habla a través de Su Santa Palabra, de manera que ignorar lo que en ella está escrito, es ignorar a la mente que le dio origen. A quienes deciden ignorar la Palabra de Dios, la Biblia les llama “necios” o “insensatos”.
La Biblia, además, más que un libro, es una Biblioteca de Autoridad. Es una recopilación de sesenta y seis libros escritos en un período aproximado de mil quinientos años, con autores que en muchos casos ni siquiera se conocieron, y que provienen de contextos distintos. Escriben príncipes, pastores, reyes, cantantes, maestros, pescadores, campesinos, hombres de letras, hombres ignorantes; se escribe historia, ley, poesía, profecía, cartas de enseñanza, cantos, etc.; y sin embargo, la sabiduría que encontramos en ella es impresionante, pero, más allá de la sabiduría, encontramos una sola historia: La Historia de Dios, Salvando a la Humanidad por Cristo, para Su gloria.
Toda la Biblia desde el Génesis hasta el Apocalipsis, nos muestra, de una u otra manera a Cristo como el Salvador y Señor de todo lo que existe. Me gusta la analogía de La Biblia entera como un mapa. En él encontramos ciudades grandes, ciudades pequeñas, villas y poblados, pero de todos, sale un camino que lleva a la capital. Dentro de la Escritura, en cada pasaje, podemos comenzar un camino que nos lleve a Cristo.
Dios siempre nos habla a través de Su Palabra: Cristo es La Palabra.
En la introducción de Su evangelio, el apóstol Juan, nos habla un poco sobre el personaje principal, Cristo Jesús, y lo hace en estos términos:
En el principio la Palabra ya existía. La Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. El que es la Palabra existía en el principio con Dios. Dios creó todas las cosas por medio de él, y nada fue creado sin él. La Palabra le dio vida a todo lo creado, y su vida trajo luz a todos. La luz brilla en la oscuridad, y la oscuridad jamás podrá apagarla.
Juan 1:1–5 NTV
Hebreos también nos dice lo siguiente:
Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra…
Hebreos 1:1–3 RVR1960
Cristo mismo es la Palabra encarnada. Dios se ha revelado a Sí mismo al mundo a través de Su Hijo, y nos llama a creer únicamente en Él como Señor y Salvador. Solamente la Palabra de Dios es suficiente para salvar, pues en ella conocemos quién es Dios, quiénes somos nosotros, y qué ha hecho Él para reconciliarnos consigo mismo (2 Corintios 5:18-21).
Respondiendo a la pregunta original, ¿cómo podemos vivir en un mundo donde cada quien es su propia autoridad? Haciendo la diferencia. Dejando de seguir el esquema del mundo que nos rodea. Reconociendo que somos incapaces de guiarnos correctamente en este mundo de tinieblas, pero que, en Cristo, hay esperanza. Suplicando al Padre que nos permita, por Su Espíritu, someternos voluntariamente a Su autoridad, revelada en Su Palabra, manifestada por Su Hijo, Cristo Jesús. Amén.
¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación. Me has hecho más sabio que mis enemigos con tus mandamientos, Porque siempre están conmigo. Más que todos mis enseñadores he entendido, Porque tus testimonios son mi meditación. Más que los viejos he entendido, Porque he guardado tus mandamientos; De todo mal camino contuve mis pies, Para guardar tu palabra. No me aparté de tus juicios, Porque tú me enseñaste. ¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca. De tus mandamientos he adquirido inteligencia; Por tanto, he aborrecido todo camino de mentira. Lámpara es a mis pies tu palabra, Y lumbrera a mi camino.
Salmos 119:97–105 RVR1960